
Si La metamorfosis fuera un sueño –como algunos esperan cuando amanece su protagonista–, Gregor no podría estar dormido mientras sueña, pero de ningún modo podría estar, tampoco, soñando despierto. Soñar dormido o despierto son lugares comunes, y aquí sucede algo fantástico. Y lo que ocurre es fantástico porque es real.
La metamorfosis no es un sueño, es una pesadilla real, pero no de Gregor, sino de su familia. Él se lo toma como viene; ellos, no. Cuando muere, todo brilla y el final sí parece un sueño: una familia unida –solo de tres, como si él no hubiera sido nunca–; unos padres que miran a la hija que ya promete un marido, hijos; habrá un piso nuevo, etcétera. En resumen, una continuación idílica que arranca de un «merecido» día libre y que niega lo ocurrido porque en ese futuro imaginado no cabe que vuelva a pasar lo mismo. E imaginar que algo horrible no pueda repetirse equivale a negar que haya existido, como uno reniega de una pesadilla. Por eso no lo entierran, ni se preocupan por saber qué ha hecho con él la asistenta. No se puede enterrar algo que se quiere olvidar. De lo contrario, existiría un lugar donde recordarlo.
En esa pesadilla, Gregor el bicho no despierta de un sueño vuelto de nuevo en viajante de comercio. Su vida sigue adelante como ¿escarabajo? hasta la eternidad, es decir, hasta la muerte, que, como la vida, nos transforma. Una infección por una manzana que se le pudre en la espalda lo arrastra a la tumba –o adondequiera que lo lleve la asistenta. Y de este modo, igual que todo lo que nos parece kafkiano antes de Kafka –como el preferiría no hacerlo de Melville–, cobra sentido la manzana de Eva, la herida de la religión que se nos pudre encima.
(Aprovechando el paréntesis religioso, se ha tachado a Brod de Judas, y en cierto modo lo fue, pero no en el sentido que prevalece, como amigo traidor, sino como máximo traidor de su obra: Brod la publicó cuando lo coherente habría sido que nunca llegara a ningún sitio, es más, cuando lo kafkiano habría sido no poder escribirla nunca o, de haberse escrito, no poder leerla, pese a estar escrita en un lenguaje legible –sobre todo por estar escrita en un lenguaje legible–, e incluso, de poder leerse, no poder entenderla. Tal vez esto último se haya logrado. De todos modos, como en el caso de Dios, el principal traidor fue Kafka; Judas y Brod solo cumplieron con las voluntades de los otros.)
Volviendo a La metamorfosis, podemos hacer todas las conjeturas que queramos: es una enajenación colectiva de la familia; el final idílico es un sueño familiar y el resto, pesadilla; el final es un sueño de Gregor, etc. Pero no, esto trasciende la familia (que por cierto solo vuelve a serlo, lejos de extraños, cuando Gregor muere). La asistenta ve a Gregor. Los huéspedes también. El apoderado lo ve. Es real, es una manzana podrida y, para que no infecte al resto, la aíslan. Luego, cuando fallece, es como si no hubiera existido nunca. El padre es más fuerte; la madre, más sana; la hija, hermosa y casadera. Todos mejoran con la desaparición no solo del «insecto», sino del hijo. Gregor representa, pues, un sacrificio. Aunque lo más probable es que una mañana un viajante de comercio amaneciera convertido en bicho y no le diera importancia porque, como corresponde a un viajante de comercio, su motivación primordial era vender su género. Después de mucha incomprensión y sufrimiento, muere y una criada lo tira a la basura. Luego llegamos nosotros y aquí estamos.
Brod escribió que la noche que conoció a Kafka, durante un debate sobre Nietzsche, se la pasaron –como poco la mitad– acompañándose mutuamente a casa, en un trayecto sin fin –al menos en principio. Puede que aún estén por ahí en el sueño eterno de alguien que, si despierta, no despertará a un sueño.